Estamos a tiempo
Solemos pensar en la destrucción de la Biblioteca de Alejandría (48 a.C.) como uno de los mayores desastres de la historia de la cultura. Si nuestros antepasados hubieran podido digitalizar sus más de 900.000 manuscritos, todos sus contenidos ocuparían poco más de 500 Gigas. Más o menos la mitad de un disco duro que hoy podemos llevar en el bolsillo y replicar cuantas veces queramos.
Pero ese desastre es realmente una minúscula parte de lo que a lo largo de la historia se ha perdido para siempre. Unos siglos antes, en torno al 612 a.C., se destruyeron las 12.000 tablas que contenía la Biblioteca de Asurbanipal; en el 473 d.C, los más de 20.000 Códices Mayas; en 1453 se devastó por segunda vez la Biblioteca Imperial de Constantinopla con más de 120.000 volúmenes; en Varsovia, entre 1939 y 1945, se destruyeron casi dieciseis millones de libros; por la mismas fechas la guerra devastó los más de quinientos mil volúmenes de la Biblioteca Nacional de Serbia, esta cifra se eleva a casi once millones en las bibliotecas alemanas; en Sarajevo, en 1992, se destruyeron los 17.000 libros del Instituto Oriental y el millón y medio de la Biblioteca Universitaria de Bosnia-Herzegovina; por las mismas fechas desaparecieron los 368.000 volúmenes de la Biblioteca Nacional de Abjasia, en el Cáucaso; en el 2003, en Bagdag, desaparecieron medio millón de volumenes de la Biblioteca Nacional de Iraq; en el 2013 el fuego acabó con 20.000 manuscritos de valor incalculable del Instituto Ahmed Baba de Tombuctú, en Malí… La lista es interminable… y escalofriante.
En contadísimas ocasiones estas pérdidas se han debido a desastres naturales. Prácticamente… nunca. Casi siempre son las guerras y los conflictos políticos o religiosos los que provocan esas pérdidas irrecuperables que destruyen auténticos tesoros del conocimiento. Y es fácil comprender por qué. Nuestra cultura, nuestro pasado, forma parte de nuestra identidad y, seguramente, de nuestro futuro. Si se destruye… nos destruyen.
Pero los grandes ejemplos no debieran hacernos pensar que algo parecido no pueda suceder en nuestro entorno más cercano. No hacen falta guerras o conflictos políticos para que suceda. Hay también otra forma de perder nuestra memoria. El olvido o el mismo paso del tiempo puede provocarlo. A menudo los archivos parroquiales, los municipales o colecciones privadas casi olvidadas esconden auténticas joyas de nuestra cultura y de nuestro pasado. Por eso es tan importante que también digitalicemos esos pequeños tesoros, que los preservemos, los resguardemos… y que, a partir de entonces, todos podamos acceder a sus contenidos para que nunca más puedan borrar nuestro pasado. Afortunadamente, nosotros estamos a tiempo